De lo extraordinario en lo ordinario
Muchas personas pasamos gran parte de nuestra vida sin "ver". Ávidas de experiencias espirituales profundas y significativas, a veces esperamos suscesos extraordinarios: una visión, el ensueño, una revelación que mueva como un terremoto los cimientos más profundos de nuestro ser.
Hace un par de semanas acudí a una especie de retiro para mujeres. Al ser mi segunda vez, iba predispuesta a los efectos del ayuno, de la falta de sueño, y esperaba con ansias el momento de quedar totalmente "abierta" para "ver", desde un estado mental y físico poco común, las señales para seguir adelante con mis procesos personales. Para mi sorpresa, la vida me tenía preparado lo que menos esperaba o deseaba: una experiencia "ordinaria".
No es que algunos de los sucesos que mencioné en el primer párrafo de esta entrada no tuvieran lugar, pero no fueron la constante pues, en principio, durante los primeros día y noche estuve ocupada con el elemento que me tocó portar: el fuego.
Saber que entre mis manos se hallaba un espíritu al que tenía que tratar con respeto pero también presentarme de manera confiada, me obligó a mantener la concentración por muchas horas. Dicho estado mental me impidió distraerme con las otras mujeres, pero también quitarle a mi mente casi toda oportunidad de echar a andar esos soliloquios de locura, permitirme visiones e incluso fantasías.
Estaba aterrada. Valga decir que tan sólo dos días antes de que me fuera designado este elemento, dije en voz alta: "Al único elemento al que le saco es al fuego, ese sí no lo portaría". Pues lo hice, y cuando escuché de una de las abuelas que sostener el fuego es como sostener el propio corazón, me asusté aún más y dudé de mi capacidad para hacerlo.
Los primeros dos días y noches transcurrieron con calma. Me presentaba con las brasas entre las manos y las cuidaba con esmero; le hablaba al fuego con amor, con respeto, con humor, incluso llegué a sentir que lo maternaba. Así, en esa concentración que no se rompía más que para evitar alguna caída o sahumar a mis compañeras, pude vislumbrar que sostener el propio corazón quizá implica ser nuestra propia madre, no abandonarnos, no ponernos en riesgo por negligencia, darnos soplos de aliento con fuerza y confianza cuando sentimos que nuestra llama está a punto de apagarse, hacernos reír, decirnos lo bellas que somos y también ponernos al servicio de los(as) otros(as) al escuchar su llamado.
La tercera noche estaba preparada para enfrentarme a mis sombras. Reconocía también por experiencias previas lo que eso significaba y, aunque me asustaba, estaba lista para mi "dosis de azotes". No ocurrió. Un mensaje encontrado "por azar" en un libro dio continuidad a esta nueva visión de "lo ordinario"; decía: "Gracias, padre, por el regalo de la vida. No hay nada más que decir o sentir. Gracias, padre, por el regalo de la vida".
Esa noche comprendí, al menos desde la razón, que ha sido suficiente, que no me hace más falta sufrir o colgarme los adjetivos "negativos" tantas veces pronunciados para recordar mi oscuridad. No había nada más que decirme o sentir, estaba ahí, viva, con un sinfín de oportunidades de replantear el camino.
La cuarta noche fue diferente porque tuve que portar el fuego encendido como una antorcha. Sostener el fuego es sostener el propio corazón. Descubrí que mi corazón es ardiente, temerario, incluso impulsivo, y que no alimentarlo generosamente presupone más riesgos que hacerlo y dejarlo crecer. ¿Por qué cuidar de nosotras tendría que ser fácil, barato, cualquier cosa? Hacerlo es seguramente una empresa que vale todo el esfuerzo y amor.
Pero el fuego de esa noche no debía apagarse. Ante esa indicación, me puse sumamente nerviosa. Casi rompo en llanto cuando las llamas cayeron al suelo y las brasas se apagaron. Sorpresa: el fuego puede volver a encenderse, siempre puede volver a encenderse con voluntad, con confianza y también ¿por qué no? con el impuso de quienes nos rodean.
Encendí el fuego, danzamos, celebramos junto a mujeres y hombres. Al amanecer salí del último temazcal con la necesidad de caminar por mi propio pie, reconociendo que no necesito experiencias extraordinarias para encontrarme conmigo o con el Gran Espíritu, Dios o como quieran llamarlo.
"La ceremonia es afuera", dicen las abuelas. En lo ordinario también habita la magia, está en nosotros verla así, como es, no como queremos que sea; permitirnos el asombro y también la gratitud.
Luz Guerrero
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